FRANCISCO ZARCO MATEOS(1829-1869) es quien con mayor honor merece el título de periodista. Murió joven —a los cuarenta años de edad-—; hizo verdadero apostolado del periodismo y su obra no alcanzó el beneficio del libro sino mucho después de su muerte (salvo su Historia del Congreso Constituyente, 1856-1857, recopilación. de su Crónica Parlamentaria publicada cotidianamente en El Siglo Diecinueve a partir del día inaugural del Constituyente y hasta su culminación). La obra de Zarco aún no está plenamente considerada ni agrupada. Escribió artículos de costumbres, editó revistas teatrales y ejerció la crítica teatral y literaria en El Presidente Amistoso, El Siglo Diecinueve y La Ilustración Mexicana, entre otros diarios. Hombre honesto a carta cabal, liberal de sólidas convicciones, Zarco ejerció una influencia poderosa en la vida mexicana de la época de La Reforma y la intervención francesa. Zarco, orador, periodista político, literato y funcionario, aunque estudió dos años en el Colegio de Minas, era fundamentalmente autodidacta. Estudió idiomas, Derecho y Teología y diversas ciencias sociales; manejó un sistema propio de taquigrafía. En 1847, cuando el gobierno mexicano se estableció en Querétaro, el ministro de Relaciones Exteriores, Luis de la Rosa, lo nombró oficial mayor del Despacho. Fue traductor y redactor de las actas del Consejo. Poco después, a su regreso a México, se dedicó al periodismo político y a la redacción de artículos costumbristas, literarios y biográficos. En 1849 escribió en el Álbum Mexicano, y en marzo de 1850 fundó El Demócrata, comenzando a utilizar el seudónimo de Fortún. De 1851 a 1855 se encarga de la revista literaria La Ilustración Mexicana, cuyo tomo quinto es obra enteramente suya; por ese mismo tiempo empieza a escribir en El Siglo Diecinueve, periódico al que dio gran prestigio y al que dedicó casi toda su vida, hasta unas semanas antes de su muerte. Combatió a la administración del Presidente Arista a través del periódico satírico Las Cosquillas, que aparece -en mayo de 1852, y del cual se publican sólo ocho números, pues es denunciado y su redactor (Zarco) enviado a presidio. Con el objeto de inspirar a la mujer sentimientos morales y el placer por la literatura, dedica a ella el Presente Amistoso, que se imprimía el primero de año y en cuyas entregas Zarco escribió ensayos descriptivos, artículos morales y de modas. En 1854 fue electo diputado suplente por Yucatán, pero su oposición a Santa Anna le acarrea expatriación, permaneciendo en Nueva York hasta el triunfo de la Revolución de Ayuda. En 1856 vuelve a ser electo diputado al Congreso Extraordinario Constituyente por uno de los distritos de Durango. En el Congreso su actuación es brillante y decisiva. Zarco representa junto con Arriaga, Mata, Ramírez, Gamboa, Castillo Velasco y otros, la izquierda de aquella histórica asamblea. Nunca perdió de vista la realidad de su tiempo; no procura leyes para un pueblo ajeno ni para una época indeterminada: pide y exige en la asamblea lo que la realidad mexicana exige en 1856, como único medio de sentar las bases el logro de metas más altas, de desarrollar totalmente la reforma social. Su realismo está presente en todas sus intervenciones en el Congreso (150 en total). Las crónicas de cada sesión, notable oficio de reportero, las publicaba Zarco al día siguiente de cada debate. Después del golpe de Estado de Comonfort, Zarco es perseguido, se le detiene el 30 de julio de 1858; escapa y por dos años vive oculto. Durante ese lapso publicó el Boletín Clandestino y el folleto Los Asesinos de Tacubaya, que tuvo gran difusión en todo el país y en el extranjero. Descubierto al fin el 13 de mayo de 1860, es mantenido en prisión hasta el 25 de diciembre y libertado al triunfo de González Ortega en Calpulalpan. En enero de 1861 Benito Juárez lo nombra ministro de Gobernación, y después de Relaciones y jefe del gabinete. Zarco publica por breve tiempo la segunda etapa de Las Cosquillas. Renuncia para ocupar su curul en el Congreso y defiende a Juárez. Sigue al frente de su diario hasta el 31 de mayo de 1863, en que se acercan los franceses a la capital. Con motivo de la intervención extranjera, Zarco acompañó al Presidente Juárez en su retirada hacia el norte. En San Luis Potosí funda el diario La Independencia Mexicana (1863), y en Saltillo La Acción (1864, en defensa de la causa republicana. Una serie de editoriales de este último periódico, sobre el Tratado de Miramar, fue recogida en folleto en Colima al año siguiente. Finalmente se interna en los Estados Unidos, donde forma un club mexicano y continúa escribiendo, siempre en defensa de la libertad de México, en periódicos norteamericanos, mexicanos y de Sudamérica, como El Mercurio (Valparaíso), El Correo (Santiago de Chile), La Nación y El Pueblo (Buenos Aires), etc. Vencido el Imperio y restaurada la República, regresa a la patria y es electo nuevamente diputado, al 5 Congreso por el Distrito Federal y vuelve a dirigir El Siglo Diecinueve. Dos días después de su muerte (falleció el 22 de diciembre) fue declarado Benemérito de la Patria por el Congreso, y su nombre fue inscrito con letras doradas en la Cámara de Diputados. Zarco en su defensa de la libertad de imprenta dijo: "no hay delitos de opinión"; "sin libertad de imprenta son mentira cualesquiera otras libertades". FRANCISCO ZARCO LA LIBERTAD DE PRENSA
DISCURSO PRONUNCIADO EL 25 DE JULIO DE 1856
Debo comenzar declarando, como mi apreciable amigo el
señor Cendejas, que al votar en contra del artículo 13, he estado muy lejos de oponerme al principio de que la manifestación de las ideas no sea jamás objeto de inquisiciones judiciales o administrativas. He votado en contra de las trabas que ha establecido la comisión y que repugna mi conciencia, porque veo que ellas nulifican un principio que debe ser amplio y absoluto.
Entrando ahora en la cuestión de la libertad de imprenta,
he creído de mi deber tomar parte en este debate porque soy uno de los pocos periodistas que el pueblo ha enviado a esta asamblea, porque tengo en las cuestiones de imprenta la experiencia de muchos años, y la experiencia de víctima, señores, que me hace conocer inconvenientes que pueden escaparse a la penetración de hombres más ilustrados y más capaces, y porque, en fin, deseo defender la libertad de la prensa como la más preciosa de las garantías del ciudadano y sin la que son mentira cualesquiera otras libertades y derechos.
Un célebre escritor inglés ha dicho: 'Quitadme toda clase
de libertad, pero dejadme la de hablar y escribir conforme a mi conciencia; Estas palabras demuestran lo que de la prensa tiene que esperar un pueblo libre, pues ella, señores, no sólo es el arma más poderosa contra la tiranía y el despotismo, sino el instrumento más eficaz y más activo del progreso y de la civilización.
Los ilustrados miembros de nuestra comisión de
Constitución que profesan principios tan progresistas y tan avanzados como los míos sin quererlo, porque no lo pueden querer, dejan a la prensa expuesta a las mil vejaciones y arbitrariedades a que ha estado sujeta en nuestra patria. Triste y doloroso es decirlo, pero es la pura verdad: en México jamás ha habido libertad de imprenta; los gobiernos conservadores, los que se han llamado liberales, todos han tenido miedo a las ideas, todos han sofocado la discusión, todos han perseguido y martirizado el pensamiento. Yo, a lo menos, señores, he tenido
que sufrir como escritor público ultrajes y tropelías de todos los regímenes y de todos los partidos.
El artículo debiera dividirse en partes para que los
verdaderos progresistas pudiéramos votar en favor de las que están conformes con nuestra conciencia. Pero, si el derecho y las restricciones que lo aniquilan han de formar un todo, votaremos en contra, pues al votar no podemos hacer explicaciones ni salvedades.
Se establece que es inviolable la libertad de escribir y
publicar escritos en cualquiera materia. Perfectamente. En este punto estoy enteramente de acuerdo, porque la enunciación de este principio no es una concesión, es un homenaje del legislador a la dignidad humana, es un tributo de respeto a la independencia del pensamiento y de la palabra.
Yo creo que la opinión, si puede ser error, jamás puede ser
un delito; pero de este principio absoluto no llego al extremo que sostiene el ilustrado señor Ramírez, pues convengo en que
el bien de la sociedad exige ciertas restricciones para la libertad de la prensa Si estamos mirando que las predicaciones de un clero fanático excitan al pueblo a la rebelión, al desorden y a todo género de crímenes, y que la profanación del pulpito con todas sus funestas consecuencias no es más que el abuso de la palabra, ¿cómo hemos de negar que un periodista puede causar los mismos males y conducir al pueblo a la asonada, al incendio y al asesinato? La ley que consintiera este escándalo, sería una ley indolente y maléfica.
Vemos cuáles son las restricciones que impone el artículo.
Después de descender a pormenores reglamentarios y que tocan a las leyes orgánicas o secundarias, establece como límites de la libertad de imprenta el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública. A primera vista esto parece justo y racional; pero artículos semejantes hemos tenido en casi todas nuestras constituciones, de ellos se ha abusado escandalosamente, no ha habido libertad v los jueces y los 9
funcionarios todos se han convertido en perseguidores.
¡La vida privada! Todos deben respetar este santuario;
pero, cuando el escritor acusa a un ministro de haberse robado un millón de pesos al celebrar un contrato, cuando denuncia a un presidente de derrochar los fondos públicos, los fiscales y los jueces sostienen que cuando se trata de robo se ataca la vida privada y el escritor sucumbe a la arbitrariedad.
¡La moral! ¡Quién no respeta la moral! ¡Qué hombre no la
lleva escrita en el fondo del corazón! La calificación de actos o escritos inmorales la hace conciencia sin errar jamás; pero, cuando hay un gobierno perseguidor, cuando hay jueces corrompidos y cuando el odio de partido quiere no sólo callar sino ultrajar a un escritor independiente, una máxima política, una alusión festiva, un pasaje jocoso de los que se llaman colorados, una burla inocente, una chanza sin consecuencia, se califican de escritos inmorales para echar sobre un hombre la mancha del libertino.
¡La paz pública! Esto es lo mismo que el orden público. El
orden público, señores, es una frase que inspira horror; el orden público, señores, reinaba en este país cuando lo oprimían Santa-Anna y los conservadores, ¡cuando el orden consistía en destierros y en proscripciones! ¡El orden público se restablecía en México cuando el ministerio Alamán empapaba sus manos en la sangre del ilustre y esforzado Guerrero! ¡El orden público, como hace poco recordaba el señor Díaz González, reinaba en Varsovia cuando la Polonia generosa y heroica sucumbía maniatada, desangrada, exánime, al bárbaro yugo de la opresión de la Rusia! ¡El orden público, señores, es a menudo la muerte y la degradación de los pueblos, es el reinado tranquilo de todas las tiranías! ¡El orden público de Varsovia es el principio conservador en que se funda la perniciosa teoría de la autoridad ilimitada!
¿Y cómo se ataca el orden público por medio de la
imprenta? Un gobierno que teme la discusión ve comprometida la paz y atacado el orden si se censuran los actos de los funcionarios; el examen de una ley compromete el orden público; el reclamo de reformas sociales amenaza el orden público; la petición de reformas a una constitución pone en peligro el orden público. Este orden público es deleznable y quebradizo y llega a destruir la libertad de la prensa, y con ella todas las libertades.
Yo no quiero estas restricciones, no las quiere el partido
liberal, no las quiere el pueblo, porque todos queremos que las leyes y las autoridades, y esta misma Constitución que estamos discutiendo, queden sujetas al libre examen y puedan ser censuradas para que se demuestren sus inconvenientes, pues ni los congresos, ni la misma Constitución, están fuera de la jurisdicción de la imprenta.
Si admitimos estas vagas restricciones, dejamos sin
ninguna garantía la libertad del pensamiento, y el señor Cendejas tiene razón al recordar las palabras de Beaumarchais:
habrá libertad de imprenta para todo, con tal que no se hable de política, ni de administración, ni del gobierno, ni de ciencias, ni de artes, ni de religión, ni de los literatos, ni de los cómicos. Ésta es la libertad que no queda. Para hablar así me fundo en la experiencia. En tiempos constitucionales, fiscales y jueces me han perseguido como difamador porque atacaba una candidatura presidencial, y cuantas razones políticas daba la prensa para oponerse a la elevación del general Arista eran calificadas de ataques a la vida privada.
La comisión, que quiere que el pueblo ejerza las funciones
de juez, establece el jurado para los juicios de imprenta: pero ese jurado no es el juicio del pueblo por el pueblo, no es el juicio de la conciencia pública, no ofrece ninguna garantía. Es, por el contrario, la farsa de la justicia, la caricatura del jurado popular. Un solo jurado ha de calificar el hecho y ha de aplicar la ley, La garantía consiste en que haya un jurado de calificación y otro de sentencia, para que así la defensa no sea
vana fórmula y un jurado pueda declarar que el otro se ha equivocado. Establecer las dos instancias en un mismo tribunal es un absurdo, porque los hombres que declaran culpable un hecho no lo absolverán después, no confesarán su error, porque acaso sin quererlo podrá más en ellos el amor propio que la justicia. El conocimiento de la miseria y del orgullo humano hace conocer esta verdad.
Pero aún hay más. El jurado que ha de calificar el hecho,
que ha de aplicar la ley, que ha de designar la pena, ha de obrar bajo la dirección del tribunal de justicia de la jurisdicción respectiva. ¿Qué significa esto, señores? ¿Qué queda entonces del jurado? La apariencia, y nada más. Los ciudadanos sencillos y poco eruditos que van a formar el jurado no deben tener más director que su conciencia. Ellos deben leer el escrito, pesar la intención del escrito, porque en juicios de imprenta las intenciones merecen más examen que las palabras, oír la defensa y la acusación, y fallar en nombre de la opinión
pública. Nada de esto sucedería con la dirección del tribunal de justicia. El jurado pierde su independencia, se ve invadido por los hombres del foro con todas sus chicanas, con todas sus argucias; los jurados quedarán confundidos bajo el peso de las citas embrolladas de la legislación de Justiniano, de las Pandectas, de las Partidas, del Fuero Juzgo, de las leyes de Toro, de las leyes extranjeras, de todos los códigos habidos y por haber, y ya no fallarán en nombre de la opinión pública. Los jueces serán muchas veces instrumentos del poder, y, suponiéndolos probos y honrados, los jurados que no son hombres de tribuna ni de polémica, los jurados que no tendrán el atrevimiento que aquí tenemos algunos para contradecir a las notabilidades famosas y para no fiarnos ciegamente en su autoridad, los jurados que tendrán también en su amor propio y no se resignarán como nosotros a pasar por ignorantes, los jurados, señor, se dejarán gobernar por textos latinos, sólo por no confesar que no los entienden y se dejarán guiar por la
influencia de los peritos, de los maestros, en punto a delitos y penas. Esto es desnaturalizar la institución más popular, esto es jugar con las palabras y destruir de un golpe la libertad de la prensa. Me declaro, pues, en contra de todo el artículo.
¿Queréis restricciones? Las quiero yo también; pero
prudentes, justas y razonables. Aunque lo que voy a proponer parece más bien propio de la ley orgánica, yo desearía que se adoptar como principio en la misma Constitución. Propongo que se establezca que ningún escrito pueda publicarse sin la firma de su autor, y en esto no encuentro ninguna restricción ni taxativa que sea contraria a la verdadera libertad. Cuando hablamos, lo hacemos con la cara descubierta; quien recibe un anónimo lo mira con desprecio. ¿Qué inconveniente hay, pues, en que todo hombre honrado que escribe conforme a su conciencia ponga su nombre al pie de sus escritos? Las Cortes de España acaban de decretar este requisito, y ellas son eminentemente progresistas y muy amigas de la libertad. Yo no hallo más que un inconveniente, que es demasiado ligero. El
escritor novel por una modesta timidez huye de la publicidad, teme el ataque violento de la crítica; pero una vez vencida esta timidez, hay más conciencia en el escritor y más seguridad para la sociedad.
En nuestro país ha introducido esta reforma la ley que hace
poco expidió el señor Lafragua, y, sin que se crea que hay in-consecuencia en mi conducta, me es grato defender aquí ese acto del ministro de Gobernación a quien más de una vez he tenido que atacar. Las restricciones de la ley Lafragua nacieron de las circunstancias. Al triunfar el Plan de Ayutla, al establecerse el gobierno actual, estaban en pie todos los elementos que podían frustrar los heroicos esfuerzos del pueblo hechos en favor de la libertad. La dictadura hizo muy bien en expedir una disposición que sólo podemos aceptar como transitoria. Pero la ley Lafragua es tan liberal como lo permitían las circunstancias; ofrece garantías, establece un juicio con todos los trámites legales, respeta el derecho de 13
defensa, concede el recurso de la segunda instancia, y no es, en fin, una venganza ni una represalia contra nuestros adversarios. Compárese la ley Lafragua con la ley Lares, y se verá la diferencia. Ahora hay juicio, hay defensa y nadie está expuesto a tropelías. Bajo la administración conservadora, la imprenta era negocio de policía y la pena venía sin juicio, sin audiencia, sin defensa. Un Lagarde, un esbirro, entraba a mi redacción y me decía: "Pague usted doscientos pesos de multa." Preguntaba uno por qué, cuál era el artículo denunciado, y se le contestaba: "No tiene usted derecho a preguntar. Si no paga dentro de dos horas, se suspende el periódico y marcha usted a Perote." Éste era todo el procedimiento. En la ley Lafragua no hay, pues, nada de represalia, nada de venganza. Ella ha exigido la firma, y ha sucedido lo que era de esperarse: los periodistas liberales han dado sus nombres: los conservadores se han parapetado tras de firmones, tras de nombres supuestos, tras de pobres cajitas, tras de miserables encuadernadores, porque son miserables y villanos.
Y no se diga que esto procede de las circunstancias y de
que el partido liberal está triunfante. La prensa conservadora en sus días de prosperidad y de Jauja, cuando vivía de los fondos públicos como el Universal, o de dinero de las cajas de La Habana como el Tiempo, cuando escribían sus notabilidades como don Lucas Alamán y el padre Miranda, ¡siempre la misma cobardía, siempre los firmones, siempre el ataque asemejándose al puñal aleve del asesino!
En la prensa liberal, por el contrario, me es honroso el
decirlo, nuestras redacciones han estado siempre abiertas a todo el mundo, a los jueces, y a los esbirros, a los amigos y a los perseguidores y a cuantos han querido explicaciones personales. Cuando gran parte de la prensa de esta capital protestó contra la candidatura del señor Arista, se convino en que todos dieran sus nombres: conservadores y santanistas se escondieron y sólo aceptaron la responsabilidad dos periodistas
liberales que hoy tienen la honra de pertenecer a esta asamblea, el señor Lazo Estrada y yo. Esta diferencia no consiste ni en la desgracia ni en la fortuna.
¿Qué días de prosperidad hay para el escritor que en
México defiende los principios liberales? ¿Qué puede esperar sino desengaños y sufrimientos, cuando nuestro partido se divide el día de sus triunfos, cuando la discordia debilita nuestras filas, cuando, unidos como conspiradores, nos dividimos siempre al llegar al poder? Triunfamos; pero nuestras divisiones nos hacen caer. Vencemos; pero nuestras discordias nos conducen bien pronto a la condición de vencidos. No fiamos, pues, en la fortuna al atacar a las clases privilegiadas, al defender los intereses del pueblo, al denunciar las negras maquinaciones del clero, al reclamar la libertad religiosa que aquí decretaremos. Sabemos muy bien lo que nos espera cuando triunfen nuestros adversarios. Combatimos contra una facción cruel y sanguinaria; hemos atacado al clero, que es un enemigo rencoroso e implacable en sus venganzas,
obtendremos el cadalso o el grillete; pero a todo estamos resignados, porque somos hombres de conciencia. Pero qué, ¿hay acaso días de prosperidad para el escritor liberal? No, señores, no hay más que amarguras y sufrimientos, no hay más que injusticias y desengaños. El hombre que consagra su vida entera, su inteligencia toda, a ser el eco o el intérprete de un partido, a dirigir la opinión, el que pudiera extraviarla en un momento de despecho, este hombre, señores, que se convierte en el verbo de un pueblo entero, no encuentra en su camino más que calumnias e injusticias. . Yo mismo, señores, que siempre he defendido los principios liberales, que he procurado el desarrollo de la revolución de Ayutla, que he marchado sin retroceder por el camino de la reforma, que he comprometido mi porvenir y mi tranquilidad apoyando al gobierno actual como representante de la revolución; yo mismo, señores, me encuentro con que porque soy franco, porque no disimulo jamás la verdad, soy considerado como hostil al gobierno. Los ministros y el mismo presidente de la República me consideran
como a enemigo ambicioso, a mí, que no anhelo más que el bien público. ¡Oh!, tanta miseria no irrita. inspira sólo. compasión. ¡Éstos son nuestros días de prosperidad!
“Perdóneseme esta digresión. Decía yo que los escritores
conservadores siempre ocultan su nombre, y entiendo que el que niega sus escritos procede así porque no lleva limpia la frente, porque su nombre no está sin mancha. En la prensa conservadora, refugio de aventureros,- madriguera de advenedizos y carlistas que, expulsados por la España liberal, vienen aquí a buscar un pedazo de pan y no lo ganan sino con la diatriba y la calumnia, con predicar la sedición y el fanatismo, con insultar al pueblo hospitalario dispuesto a recibirlos como hermanos, en la prensa conservadora, ¿qué nombres pueden darse a luz? ¿Quién los conoce, qué significación política pudieran tener? Hoy mismo los que atizan la tea de la discordia, los que insultan al gobierno, los que calumnian al Congreso, los que vilipendian al pueblo, los
que ultrajan la libertad, los que provocan la reacción, los que suscitan el fanatismo, se ocultan bajo el anónimo, hieren como villanos, porque son pérfidos y cobardes.”
Reasume sus objeciones contra el artículo y añade: "en mi
concepto, mi amigo el señor Cendejas tiene razón al ver este artículo algo de una arma de partido, arma que, yo añado, puede ser de dos filos. Si hemos consentido las restricciones de la ley Lafragua, al dar la Constitución que será nuestra obra, que será la obra del pueblo, haya tanta libertad para nosotros como para nuestros adversarios. Nada de represalias, nosotros no huimos de la discusión, no la tememos. Respetamos las opiniones de buena fe; de ellas nace la luz. En cuanto a la oposición conservadora, con toda su hiel y toda su ponzoña, ¿qué puede hacer? Nos llamará locos y bandidos, insensatos y socialistas; se burlará de los congresillos, se mofará de la soberanía del pueblo, atacará la libertad religiosa y nos hablará
de los felices tiempos de la inquisición, disparará diatribas contra la libertad y nos hablará de orden público y de autoridad ilimitada. ¿No tendremos nada que contestarle? Si, hablaremos del juicio con que crearon los conservadores la Orden de Guadalupe; a esos hombre tan religiosos y tan honrados les contaremos la historia de la Mesilla y de las gotas de agua, la venta de nuestros hermanos de Yucatán, los destierros, los robos, los escándalos, los sacrilegios, la prostitución, el vilipendio y la bajeza que caracterizaron al gobierno de los hombres decentes, de los hombres de bien; probaremos, en fin, lo que fue aquella funesta administración en que los prohombres se convirtieron en verdugos y en esbirros, en que presidente y ministros y diplomáticos y hombres de estado, no tenían más competencia que la del robo, y mientras la nación sufría la miseria y la opresión, como perros y gatos se disputaban en la tesorería hasta el último peso. Tal fue la administración de S.A.S."
DISCURSO PRONUNCIADO EL 28 DE JULIO DE 1856
Me es sensible tener que insistir en mis objeciones en
contra del artículo, porque las explicaciones de la comisión están, en mi concepto, muy lejos de ser satisfactorias.
Señores, mientras la imprenta se considere sólo bajo el
aspecto del espíritu de partido, mientras el partido triunfante no vea en ella más que un elemento de oposición, mientras el legislador no contemple a la prensa sino como un ariete contra los gobiernos, no saldremos de nuestra antigua rutina, no afianzaremos la libertad del pensamiento, y una timidez mal
disimulada mantendrá las restricciones vagas, las trabas arbitrarias que hoy nos propone la comisión.
Examinemos la prensa como simple manifestación del
pensamiento, veámosla como instrumento del progreso humano, contemplémosla bajo el aspecto de la ciencia, del arte, de la civilización; demos una rápida ojeada a la historia de sus inmarcesibles glorias y de sus cruentos martirios y veremos, señores, que las trabas mal definidas, como la de la moral, que consulta la comisión, han sido el origen de todas sus persecuciones y las que han hecho ilusoria su libertad.
No cansaré al Congreso acumulando citas históricas de lo
que ha sufrido la prensa en los países todos del mundo. Me limitaré a la Francia, que es uno de los pueblos que más se ha aprovechado de la luz de la imprenta y que es la nación que más resplandores ha derramado sobre el mundo.
Asombrada la Europa con el portentoso invento de
Gutenberg, la imprenta encontró durante mucho tiempo, favor,
protección y libertad, no de repúblicas, no de congresos compuestos de liberales, sino de los pontífices ,de los reyes absolutos, que se disputaban la honra de tener en sus cortes a los tipógrafos famosos, como los Aldo Manucio, los Gering y los Elzenvir. Este favor se dispensaba conforme a las ideas de la época, con privilegios, con distinciones, y formando gremios para facilitar el desarrollo del arte. A este favor se opuso un clero fanático e ignorante que no pudo discutir con la reforma, que se aterrorizó con las predicaciones de Lutero y que reputó como herejes a todos los que hablaban del dogma aun cuando defendieran el catolicismo. A las intrigas del clero se debió la triste ordenanza de Francisco I, que suprimió el uso de la im-prenta en todo el reino para salvar la moral que estaba en peligro con la multitud de libros, ordenanza que el mismo rey revocó después honrando a la prensa y confesando que el mismo clero lo había engañado y sorprendido.
No bien se supo en Francia el descubrimiento de la
imprenta, cuando el rey Carlos VII envió a Maguncia al grabador Nicolás Jenson a estudiar este arte. Luis XI, que comprendió la importancia de este invento y quiso aprovecharlo, llamó a Gering y a sus asociados, en 1474, para fundar la primera imprenta de París, hizo que se naturalizarán y les concedió hasta el derecho de testar, lo que en aquellos tiempos era un gran favor.
En 1458 se permite la enseñanza del griego al sabio
Gregorio Tifernas, y este hecho es muy notable en la historia de la imprenta, porque de él vino en Francia el estudio de los clásicos, el progreso de la literatura y porque a él se opusieron tenazmente fariles tan ignorantes como algunos de los que tenemos hoy, y, hubo señores, sacerdotes que dijera en el pulpito estas palabras: “Se ha inventado una nueva lengua que se llama griega, de la que es menester guardarse porque engendra todas las herejías. En cuanto al hebreo, está probado que los que lo aprenden inmediatamente se vuelven judíos.” Y
Noel Beda, síndico de la facultad de teología, se atrevió a decir en pleno parlamento estas palabras: “La religión se pierde si permitimos imprimir en griego y en hebreo, porque queda destruida la autoridad de la Vulgata.”
Y el famoso predicador Maillard dirigía a los libreros esta
ferviente exhortación para que no publicaran la Biblia en lengua vulgar: “¡Pobres hombres, no os basta condenaros, sino que queréis condenar a los demás imprimiendo libros en que se habla de amor y que son una ocasión de pecado.”
Así, pues, señores, la lengua de Platón, la lengua de la
Biblia, la misma lengua francesa que hablaba el pueblo, estuvieron en riesgo de ser proscritas como contrarias a la moral.
En 1488. Carlos VIII concede grandes privilegios a los
impresores, a los libreros y a los fabricantes de papel, declarando a los impresores libreros miembros de la 19 universidad y estableciendo, para honrar a la imprenta, que nadie pudiese tener taller público sin haber pasado cuatro años de aprendizajes y que los maestros y correctores supiesen hablar el latín y leer el griego.
En 1513. Luis XII expidió un edicto famoso en que dice
que considerando el inmenso beneficio que ha resultado a su reino por medio del arte y ciencia de la imprenta, invento que parece más divino que humano, confirma todos los privilegios anteriores, exime a la imprenta de contribuir al subsidio extraordinario de treinta mil libras y declara los libros exentos de todo derecho de peaje.
Francisco I, como arrepentido de su bárbaro edicto, no
sólo confirmó todos los privilegios del arte tipógrafo, sino que exceptuó a todos los impresores del servicio de las armas y del de policía para no perjudicarlos en el noble ejercicio de su profesión.
En 1539 se dio el célebre reglamento sobre los salarios y
las relaciones entre los maestros y los oficiales, y se estableció que, para dictar disposiciones en materia de imprenta, era preciso oír previamente a los impresores. Por este tiempo se debieron a Francisco I las primeras impresiones en lengua árabe.
Enrique II confirma los privilegios de la imprenta y toma
el mayor empeño en arreglar la venta del papel a precio bajo, y, pocos años después, este artículo quedó exento de todo derecho.
El mismo Carlos IX, el verdugo de la Saint-Barthélemy,
tiene que honrar a la imprenta, y se ve obligado a revocar el edicto que gravó con impuestos al papel.
Enrique III declara en 1583 que la imprenta no está sujeta
a las tasas que pesan sobre las artes y oficios, porque nunca
debe ser considerada como un arte mecánico.
El generoso Enrique IV va todavía más lejos y exime a la
imprenta de todo género de contribuciones. Este edicto es confirmado por Luis XIII.
En 1618 se expide el reglamento que fue hasta el tiempo
de la revolución la carta magna de la imprenta y que no imponía texativas al pensamiento sino que cuidaba de la belleza del arte, de la corrección de los libros, del uso de buenos caracteres. En todo esto era tal la escrupulosidad de los impresores de entonces que exponían sus pruebas al público pagando las correcciones, que aspiraban a poder poner al frente de sus libros sine menda y que de la ciudad de Wurzburgo fue desterrado un impresor a petición de los demás porque había deshonrado el arte con una errata de la que resultaba un sentido obsceno.
En 1634 se funda la Academia Francesa, se reúne en la
casa del impresor Camusat, y este impresor tiene la gloria de
servir de órgano a aquel cuerpo literario hablando muchas veces en su nombre.
El asombroso progreso intelectual del siglo de Luis XIV
prueba que durante su reinado no faltó protección a la imprenta. En efecto, este rey que dio poderoso impulso al grabado confirmó los privilegios de la tipografía, llamándola en su ordenanza, "la más bella y la más útil de las artes, digna del mayor esplendor", y con su propia mano tiró en la prensa los primeros pliegos de las Memorias de Felipe de Commines.
Luis XV exime a los impresores no sólo de impuestos,
sino de todo servicio personal y de la obligación de dar bagajes y alojamientos a las tropas, e imprime él mismo la obra Curso de los principales ríos de la Europa.
El infortunado Luis XVI protege a la imprenta, devuelve la
libertad a los impresores encarcelados arbitrariamente, e imprime por sí mismo las Máximas sacadas del Telémaco.
En todo el periodo que hemos recorrido, no sólo los reyes,
sino los particulares, honraban a la imprenta y tenían prensas en su casa. El cardenal Richelieu imprime las obras de Epíteco, de Sócrates, de Plutarco y de Séneca. La madre de Luis XIV imprime La elevación del corazón a nuestro Señor Jesucristo. Madama de Pompadour imprime los versos de Corneille; el duque de Choiseul imprime sus Memorias; Franklin, el ilustre americano, imprime en París en su casa particular, su famoso Código de la razón humana y Valentín Haüy funda una imprenta .para enseñar el arte a los ciegos.
Poco más o menos, ésta fue la situación de la imprenta en
todas las naciones cultas de la Europa. La Alemania, la Inglaterra, la Holanda, la Italia, la España, le dispensaban todo género de gracias y favores.
Pero esta misma época de prosperidad no estuvo exenta de
martirios, y el arte contó entre sus glorias la del sacrificio de grandes escritores y de ilustres impresores.
En 1533 la Sorbona pidió la abolición completa de la
imprenta, porque Lutero la había llamado "la segunda emancipación de género humano". La Sorbona no logró su intento; pero al año siguiente se fijaron en las esquinas de París unos pasquines contra la misa y contra la presencia real. El clero hizo una solemne procesión y por fin de fiesta fueron quemados vivos seis impresores, y esto se hizo en nombre de la moral.
En 1538, el parlamento prohíbe los Salmos de David, y los
cantos sublimes del rey profeta se ven anatematizados en nombre de la moral.
El mismo anatema cae sobre las obras de Erasmo, a quien
llamaban los frailes la Bestia erudita, sobre las de Melanchton, sobre las de Dorphan y sobre las de Bonalfosci.
Por entonces nace la previa censura encomendada a la
universidad y a la facultad de teología. La primera víctima de
este examen es el ilustre impresor Dolet, poeta, bibliófilo, abogado, historiador, médico y traductor de los clásicos de la antigüedad. Este hombre insigne, señores, fue juzgado por los magistrados que aborrecían el griego porque no lo entendían; estos magistrados fallaban en nombre de la moral, declararon que Dolet se había equivocado al traducir un diálogo de Platón, y porque uno de los interlocutores dice "nada seremos después de la muerte". Como esta idea no es conforme con la verdad católica, Dolet pagó la falta de catolicismo de Platón y fue quemado vivo porque así lo exigía la moral de aquellos tiempos.
Otro impresor llamado Lhome fue mártir del secreto que
había prometido al autor de un folleto que era una violenta sátira latina titulada Carta al tigre de Francia e imitación de la primera Catilinaria. La casa de los Guisas, cuyo nombre no mentaba la sátira, se dio por aludida, y, como un homenaje de respeto a la vida privada, el impresor fue ahorcado, aunque en lugar cómodo y conveniente, según dice la sentencia, en que el
sarcasmo se une a la crueldad. Y entonces, señores, hubo otra víctima de la conciencia pública: un pobre mercader se atrevió al ver al sentenciado apedreado e insultado por el populacho a encomendarlo a la Virgen María, y el mercader fue ajusticiado como blasfemo y como sedicioso, porque así lo exigían la moral y la paz pública.
El folleto titulado la Sombra de Scarron, en el que se
contaba lo que todo el mundo sabía, que el rey se había casado con madama de Maintenon, produjo tres ahorcados, no sé si en obsequio de la moral, de la paz pública o de la vida privada.
Así poco a poco se fueron extendiendo la censura y la
persecución, lo mismo en Francia que en las otras naciones. En Inglaterra los impresores y los escritores políticos eran azotados en las plazas públicas; todo el mundo sabe la suerte del Gacetero de Holanda. En Roma, el libro de los libros, la Biblia, estaba prohibida como contraria a la moral, aunque sus
páginas están dictadas por Dios, aunque sus palabras todas son de esperanza y de consuelo para la humanidad. En España, la Inquisición era la que se encargaba de cuidar de la moral, enviando gentes a la hoguera, y no sólo perseguía a herejes, judaizantes y cristianos nuevos, sino también a San Juan de Dios, a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León y a la incomparable Santa Teresa.
Todo esto se hacía, señores, en nombre de la moral.
Si volvemos los ojos a épocas más remotas, veremos
quemados por la mano del verdugo los libros de Abelardo porque proclama el libre examen y es el primer racionalista; veremos a Sócrates bebiendo la cicuta porque había atacado la moral pagana proclamando la unidad de Dios, y veremos, por fin, en la cumbre del Gólgota a Jesucristo muriendo en la cruz, porque su doctrina era contraria a la moral de los escribas y los fariseos.
Fundado en estos hechos, me inspira horror la restricción
En México, señores, donde ha habido tantas
inconsecuencias, se ha proclamado la libertad de la prensa y se ha dejado la previa censura para el teatro; dos o tres abogados han sido los jueces del arte dramático; piezas representadas en la monárquica España han sido prohibidas en México, y la recuerdo con vergüenza, la mejor comedia de Ventura de la Vega, El hombre de mundo, se ha puesto en escena después de tenaces resistencias de los censores que querían defender la moral.
En tiempo del general Arista, cuando tanto se hablaba de
libertad, lo recuerdo también con rubor, la policía ha ido a recoger a las librerías la obra que el moralista Aimé Martin consagra a las madres de familia y esto se hizo en nombre de la moral, olvidando que este ilustre escritor es discípulo de
Fénelon y de Bernardino de Saint-Pierre y que sus obras están en el hogar doméstico, en manos de las madres y de las niñas, en todas las naciones cristianas.
A todo esto nos contesta la comisión que nos ocupamos de
abusos y que ella ha tomado precauciones para evitarlos. Yo sostengo que los abusos pueden nacer de la vaguedad del artículo, y, aunque no soy abogado, entiendo que el delito debe estar bien definido para que no haya arbitrariedad ni abuso en los jueces letrados ni en los jurados.
La comisión nos ofrece dos consuelos. El señor Mata dice
que, si los jurados son arbitrarios, debemos resignarnos a la arbitrariedad del pueblo. No entiendo que la misión de una asamblea constituyente es evitar para lo futuro toda arbitrariedad y todo abuso. No creo que sea limitada la soberanía de los pueblos, pues nunca deben obrar contra los principios de la justicia nunca veré más que un atentado en las sentencias del pueblo de Atenas imponiendo el ostracismo a Arístides el Justo y la muerte a Sócrates el Filósofo.
El señor Arriaga dice que nada importa una sentencia
injusta cuando el inocente es absuelto por la conciencia pública, por el espíritu del pueblo, por el espíritu de Dios. Bellas palabras, dignas de un elocuente orador. La misma idea ha hecho decir antes a un trágico francés que la infamia no está en el cadalso sino en el crimen; pero todo esto es apelar al testimonio íntimo de la conciencia, y nosotros, como legisladores constituyentes, no debemos fiar en este recurso, sino establecer sólidas garantías para los derechos que proclamamos.
Insisto en que las infracciones deben ser mejor definidas.
En vez de hablar vagamente de la vida privada, debiera mencionarse el caso de injurias, como ha aconsejado el señor Ramírez, pues de lo contrario, señores, llegará a ser delito publicar que un ministro recibió de visita a un agiotista o que un diputado ha recibido dinero de la tesorería, cuando acaso sin que el que tales hechos anuncie sepa que el ministro y el 25
agiotista hicieron un contrato ruinoso o que el diputado fue a vender su voto.
Yo quisiera que en lugar de hablar vagamente de la moral
se prohibieran los escritos obscuros, pues con esto y exigir la firma de los autores, estoy seguro de que ningún hombre honrado que se respeta a si mismo se atrevería a ofender las buenas costumbres en un libro o en un periódico. La moral se siente y no se define, ha dicho muy bien uno de los señores de la comisión: mayor peligro de juicios arbitrarios. ¿A qué nos atendremos para calificar? ¿Al capricho del gobernante? ¿Al Index de Roma? No, porque en ese Index ha estado comprendida la Biblia; no, porque en ese Index están todas las obras que enaltecen al espíritu humano: no, porque ese Index ha querido prescribir la ciencia de la razón, el libre examen, las verdades de la astronomía y de la geología, porque ha alcanzado a los libros de fisiología y de medicina… Si dejamos esta vaga restricción, no sólo acabaremos con la prensa
política, sino que contrariaremos el progreso de la ciencia y el desarrollo de la literatura. Sofocaremos al nacer a los genios, que pueden ser en nuestro país moralistas o escritores de costumbres, y aun proscribiremos las obras del señor Prieto, miembro de esta asamblea, que es seguramente el primero en este género, porque acaso sus alusiones festivas, sus gracias picantes o coloradas, podrán parecer contrarias a la moral. Y contrarias a la moral parecerán también las notables palabras que han pronunciado los oradores de este Congreso. La conciencia pública, espíritu del pueblo y espíritu de Dios, de que habla el señor Arriaga, será una blasfemia, aunque se haya dicho siempre vox populi, vox Dei, y la negativa del señor Ramírez a que hablemos en nombre de Dios, como si fuéramos profetas, pasará por desacato o por herejía.
En vez de hablar vagamente de la paz pública, yo quisiera
que terminantemente se dijera que se prohíben los escritos que directamente provoquen a la rebelión o a la desobediencia de la
ley porque de otro modo temo que la censura de los funcionarios públicos, el examen razonado de las leyes y la petición de reformar esta misma Constitución que estamos discutiendo, se califiquen de ataques a la paz pública.
Con respecto al jurado, yo no lo veo en lo que propone la
comisión, reclamo como garantía que haya un jurado de calificación y otro de sentencia, y repito que la dirección del tribunal de justicia ha de desnaturalizar completamente el carácter del jurado quitándole toda independencia.
Tantas restricciones son extrañas en una sección que se
llama de derechos del hombre. No parece sino que la comisión, cuando enuncia una gran verdad, cuando proclama un principio, cuando reconoce un derecho, se atemoriza, quiere borrarlos con el dedo y por esto establece luego toda clase de restricciones.
No sé por qué hasta los gobiernos y las asambleas liberales
ven a la prensa a veces con tanto desdén, a veces con tanto
temor. No se haga caso del poco mérito de los escritores, no se admita aquí la vulgaridad de que los periodistas están bajo el yugo de los impresores. A mí se me ha hecho este ataque, y debo decir que nunca he prescindido de mi independencia, y que soy tan independiente aquí como en el periódico de que soy redactor en jefe. Si de mí se puede dudar, no habrá quien crea que mis antecedentes en el mismo periódico, que son el actual jefe del gabinete, el señor don Luis de la Rosa, el actual presidente de la Suprema Corte de Justicia, el señor don Juan B. Morales, el señor Otero, los señores diputados Prieto, Castillo Velasco y algunos otros, han prescindido de su independencia para servir sólo a don Ignacio Cumplido. No, allí todos han servido al país y a la causa de los buenos principios, y el señor Cumplido, como impresor, ha servido bastante a su país procurando el progreso del arte, manteniendo con constancia, y a pesar de mil contratiempos, un periódico órgano del partido liberal, antes y ahora defensor de los buenos principios, de la propiedad y de las bases del verdadero orden
social, y respetando la conciencia de los escritores, sin lo que la existencia del mismo periódico hubiera sido imposible. Se atribuyen también las opiniones de un escritor a la miserable cuestión de las impresiones del gobierno. Yo he hecho la oposición a gobiernos que han dado que imprimir al señor Cumplido y he defendido a otros que nada le han dado que hacer. Por lo demás, acusar a un impresor de que imprime es tan absurdo como hacer cargos a un médico de que cura o a un abogado de que litiga.
Apartándonos de estas miserias, consideremos la imprenta
bajo su verdadero punto de vista, como elemento de civilización y de progreso, y el derecho de escribir como la primera de las libertades, sin la que son mentira la libertad política y civil".
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